martes, 19 de junio de 2012

Barcelona

Dicen que es el fin del mundo —se lamentó un día Arnau al entrar en su casa—. Barcelona entera ha enloquecido. Los flagelantes, se hacen llamar. —Maria estaba de espaldas a él. Arnau se sentó a la espera de que su mujer lo descalzase y continuó hablando—:Van por las calles a cientos, con el torso descubierto, gritan que se acerca el día del juicio final, confiesan sus pecados a los cuatro vientos y se flagelan la espalda con látigos. Algunos la tienen en carne viva y continúan...
Arnau acarició la cabeza de Maria, arrodillada frente a él. Ardía—. ¿Qué...?
Buscó la barbilla de su mujer con la mano. No podía ser. Ella no.
Maria levantó unos ojos vidriosos hacia él. Sudaba y tenía el rostro congestionado. Arnau intentó levantarle más la cabeza para verle el cuello, pero ella hizo un gesto de dolor.
—¡Tú no! —exclamó Arnau.
Maria, arrodillada, con las manos en las esparteñas de su esposo, miró fijamente a Arnau mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas.
—Dios, tú no. ¡Dios! —Arnau se arrodilló junto a ella.
—Vete, Arnau —balbuceó Maria—. No te quedes junto a mí.
Arnau intentó abrazarla, pero al cogerla por los hombros, Maria volvió a hacer una mueca de dolor.

—Ven —le dijo alzándola lo más suavemente que pudo. Maria, sollozando, volvió a insistir en que se fuera—. ¿Cómo voy a dejarte? Eres todo lo que tengo... ¡lo único que tengo! ¿Qué haría yo sin ti? Algunos se curan, Maria. Tú te curarás. Tú te curarás. —Intentando consolarla la llevó hasta la alcoba y la tumbó sobre la cama. Allí pudo ver su cuello, un cuello que recordó precioso y que ahora empezaba a ennegrecer—. ¡Un médico! —gritó abriendo la ventana y asomándose al balcón. Nadie pareció oírle. Sin embargo, aquella misma noche, cuando las bubas empezaban a adueñarse del cuello de Maria, alguien marcó su puerta con una cruz de cal.
Arnau sólo pudo poner paños de agua fría sobre la frente de Maria. Tumbada en la cama, la mujer tiritaba. Incapaz de moverse sin sufrir terribles dolores, sus sordos quejidos erizaban el vello de Arnau. Maria tenía la vista perdida en el techo. Arnau vio cómo crecían las bubas del cuello y la piel se volvía negra.
«Te quiero, Maria. ¿Cuántas veces habría querido decírtelo?» Le cogió la mano y se arrodilló junto a la cama. Así pasó la noche, agarrado a la mano de su mujer, tiritando y sudando con ella, clamando al cielo con cada espasmo que sufría Maria.

La catedral del Mar - Ildefonso Falcones

lunes, 18 de junio de 2012

En la torre de mi pueblo - Cabrera de la Aurora

En la torre de mi pueblo
hay un nido de cigüeñas
y al toque de la Oración
todas de rodillas rezan.

Al dar el Ave María
saludan a nuestras tierras
y a sus lindantes amigas
de Dos Hermanas y Utrera.

Desde su altura divisan
murmuraciones que aterran,
escenas de amor prohibido
y alaridos de tristeza.

También son fieles testigos
de reuniones y fiestas
donde algunos hombres cantan
de la mujer la belleza.

Vencejos y golondrinas
a su alrededor dan vueltas
y envidian la paz y calma
que en esa familia impera.

Viñedos y naranjales,
olivares y palmeras
padecen un celo enorme
del sitio que las alberga.

Ellas duermen en la torre
bajo sábanas de estrellas
y ni siquiera su canto
al vecindario molesta.

El campanario ni rozan,
sabedoras con certeza
que ese tañir que se esparce
lo dirijen de la Iglesia.

A la Virgen de la Aurora
como la tienen tan cerca,
continuamente acarician
con una pluma de seda,
y, algún secreto le dicen,
que a la Señora embelesa,
porque se siente mujer
y amiga de confidencias.

A nadie le piden nada,
ellas solas se alimentan,
y no pasan la factura
por adornar la torreta.

Y nos traen muchos niños,
pero a cambio nada llevan;
observa la esplendidez
que tienen nuestras cigüeñas.

Debemos, de mutuo acuerdo,
con interés y firmeza,
pedir al Ayuntamiento,
-para que sean más nuestras-
que en el padrón de habitantes
se inscriban a las cigüeñas.

Y a la Virgen de las Nieves,
a esa Patrona tan bella,
hay que rogarle con fé
que vele estampa tan tierna;
ya que están en el paisaje
como la cal o las piedras,
como el fruto de los campos,
como la marisma entera.

El pueblo, que tanto sabe,
se adueña de cosas buenas
y por nada cambiará
el nido de sus cigüeñas.

Tertulia de Banquilla

Decía un contertulio que el origen de Villafranca de las Marismas databa de 1330. Hacía referencia a las hostilidades que existieron entre los habitantes de Villafranca y los de Los Palacios. Nos señaló la línea que dividía a las dos villas. Nosotros que sólo conocíamos a Ntra. Sra. de las Nieves como Patrona, nos sorprendió oírle decir que nuestro Patrón era San Sebastián, instalado en la capilla de Los Remedios.
En una de aquellas informales reuniones salimos enterados del por qué a los palaciences nos llamaban "boñigueros" o "moñiqueros". De que los vecinos de Dos Hermanas, los nazarenos, se mofaban de nosotros porque decían que "en el pradillo pusimos una costilla para coger al Zeppelin". Y que un paisano nuestro reunió a todos sus amigos para pescar en "la puente" una ballena, que luego resultó ser la albarda de una mula. En contraposición, los mejos, o sea los de Dos Hermanas, echaban chiribitas cuando se les decía que en una procesión, celebrada en su ciudad, el que llevaba la Cruz de Guía, quiso matar, con la misma cruz, a una liebre que se le atravesó.

domingo, 17 de junio de 2012

Y pasa de largo el tren especial...



Ella paseaba siempre en globo, y coleccionaba nubes. Él, sin embargo, disparaba a los extraños y regentaba un burdel abandonado.

Los dos había dado la vuelta al mundo, pero en direcciones opuestas. Y, cuando sus espaldas se encontraron, supieron que el viaje había terminado.

Hablaban un extraño y antiguo idioma que nadie había oído jamás. Es posible que ni siquiera ellos...Pero, cuando se miraban a los ojos, las palabras, convertidas en pequeños y malignos duendes, les susurraban al oído su propio significado. Y entonces reían, y reían, y reían...Nadie era capaz de pararlos. Ni los trenes de mercancías, ni los semáforos en verde, ni los gritos de auxilio, ni las mujeres embarazadas, ni los abogados en paro. Ni siquiera los esposos celosos. Reían, y reían, y reían...

Ella habló de tristeza. Él lo entendió todo. Ella bajó la mirada. Él borró sus huellas. Se escondieron, pasaron hambre, temblaron de miedo al oír la tormenta acercarse más rápido de lo previsto, y supieron que al fin del mundo llegarían mañana.

Entonces, él le cogió una mano, la miró a los ojos, y le dijo: "Gracias. Adiós".